Mi autorretrato en el Prado

Solo el arte es capaz de producir verdadero consuelo en un mundo sin religión

Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro

Los que frecuentamos y amamos el Prado tenemos uno propio, un puñado de cuadros o rincones a los que nuestros pies nos llevan sin casi percibirlo, seguros de que es ahí donde queremos ir. Con los años, se ha convertido en un rito personal que nunca me decepciona. Siento una conexión íntima y sustancial con cada una de esas obras, que desencadenan en mí no solo una catarsis sino también una enorme paz interior.

La simple contemplación del cuadro es ya gozosa. Delante, de lado, cerca, lejos, me muevo y descubro nuevos  detalles que no recordaba, renovando mi fascinación por ellos. No deseo poseerlos, están en el lugar donde deben estar, aunque confieso que a veces me molesta ser perturbada por otros visitantes que alteran mi ensimismamiento.

Con el tiempo he ido investigando sus historias, con el mismo interés con el que deseas conocer el pasado de un reciente amigo, y he entrelazando mi propia biografía a las suyas con viajes, recuerdos, vivencias, otras obras.

Retrato de Isabel de Portugal de Tiziano, 1548.

Isabella_of_Portugal_by_Titian

Retrato de medio cuerpo de la Emperatriz Isabel sentada delante de un vano abierto a un paisaje azulado. Retrato idealizado y poético, encargado por el emperador al viejo Tiziano años después de la muerte de Isabel de Portugal en 1539 y que Tiziano tuvo que hacer basándose en un camafeo y en las referencias de personas que la conocieron.

Carlos V había llorado la muerte de su esposa, y aunque se le cuentan muchas amantes, juró no volver a desposarse. El recuerdo imborrable de Isabel, necesitaba sin embargo de una imagen. Mirarla, tenerla, contemplarla a diario para hacerla siempre presente. El retrato no exalta solo la majestad de una emperatriz, con todos sus atributos de ropajes y joyas, sino a la mujer, a la amante, al amor.

La Emperatriz Isabel tiene una mirada melancólica y perdida en el vacío, serena y profunda, ya no es de este mundo. El retrato póstumo estaba destinado al uso privado de Carlos V que lo llevó siempre consigo, en sus viajes de estado, pero sobre todo, formando parte de los escasos enseres a su retiro en Yuste.

Fue en una visita a Cuacos de Yuste, a la cámara privada del Emperador, cuando vi hace muchos años el retrato de Isabel de Portugal-una copia-, única pintura que yo recuerde en ese espacio pequeño y austero del monasterio de los Jerónimos. Al lugar más intimo y privado donde pasaría muchas horas de enfermedad y dolor hasta su muerte, el  retrato de Isabel le acompañó hasta el final.

Santa Catalina, de Fernando Yáñez de la Almedina_1505 ó 1510

Santa Catalina

Una joven aparece representada de cuerpo entero, con un punto de vista en ángulo contrapicado, lo que agranda su figura y acentúa su monumentalidad. La palma, situada sobre la cornisa del fondo arquitectónico, indica que fue martirizada. La doncella se acompaña de los atributos de su martirio, en este caso, la rueda dentada y la espada, con la que fue finalmente decapitada, que sujeta sin acritud con la mano derecha.

El elegante gesto de su mano izquierda recogiendo la falda a medio muslo es de una enorme gracia y coquetería – por más que no descubra la pierna sino solamente otra falda interior-, me viene la imagen del David de Donatello y la Primavera de Botticelli.

La poderosa serenidad, su templanza, son de categoría mística, pareciera poseedora de un secreto cuya respuesta se encuentra alejada de este mundo o mejor, dentro de sí. Pero lo que más me conmueve de esta pintura es la belleza del rostro de Santa Catalina, redondeado pero con barbilla puntiaguda, de una enorme dulzura. Su gesto, con la cabeza ligeramente ladeada, mirada baja y concentrada, sonrisa leonardesca enigmática y elegante. Está además la calidad de los detalles del vestido, de la arquitectura de fondo, el equilibrio compositivo y cromático, tantas cosas, pero por encima de todo ¡es tan bella!.

Por supuesto que el suyo es un semblante arquetípico- todas las vírgenes de este autor tienen el mismo rostro, el mismo gesto-. Yañez no retrata a un individuo sino la idea de belleza inspirada en los principios del neoplatonismo florentino.

Hernando de Llanes y Fernando Yáñez de la Almedina, posiblemente valencianos o de la Mancha, discípulos ambos de Leonardo da Vinci en Florencia, trabajaron juntos en distintas obras sobre todo en Valencia y Murcia. Mi vinculación con ellos a través de las clases de Arte del Renacimiento durante la carrera las recuerdo con especial viveza por el tiempo pasado recorriendo las capillas y sacristía de la Catedral del Murcia, una construcción soberbia, tal vez poco valorada por desconocida. El Renacimiento a principios del siglo XVI en Murcia es de gran calidad destacando estos dos pintores, cuyas obras a menudo confunden su atribución entre sí.

Desde que me recuerdo yendo en tren nocturno de Murcia a Madrid para visitar el Prado y exposiciones en el recién inaugurado Museo Reina Sofía, el Guernica de Picasso en el Casón del Buen Retiro, o cualquier otra exposición que hubiera en ese momento, he ido siempre a visitar la Santa Catalina de Yáñez de la Almedina.  Su belleza siempre me ha arrancado una tierna sonrisa.

El perro, de Goya_1820/23

El Perro de Goya

Pintura mural pasada a lienzo tras haber sido arrancada de las paredes con la técnica del strappo, de dos estancias de la Quinta del Sordo. Goya viejo-73 años-, enfermo, compra una villa a las afueras de Madrid donde se encierra con su joven amante Leocadia. Allí y para decorar las paredes pinta primero escenas campestres y luego las tapa con las escenas brutales de la serie de Pinturas negras. Son por tanto pinturas de uso personal, donde posiblemente sea más él que nunca. Se borra a sí mismo y se repinta, todo con una extrema economía de color, reducida a los ocres, negros, blancos y amarillentos, algo de azul.

Al final del ciclo, de devoradores de hijos, brujas y muerte a garrotazos, Goya coloca al Perro, solo, pequeño, bajo un fondo terroso y agrietado, una tapia o un cielo. El perro se hunde en la voracidad cósmica.

El pintor Antonio Saura desarrolló todo un género en su obra pintando el perro de Goya. Los perros de Goya de Saura son estudios y reinterpretaciones de una enorme profundidad existencial en los que el pintor se sumerge planteando distintas versiones, todas melancólicas y desesperadas, alguna con idénticos rasgos a los que elige para retratar al propio Goya. Recuerdo la viva impresión que me causó ver en el Museo Picasso de Barcelona la serie de más de 30 lienzos que Picasso realiza de manera obsesiva sobre las Meninas de Velázquez.  Saura fue más allá en el deseo de aprehender la obra de Goya, porque no solo pinta muchas versiones del Perro sino que también realiza un exhaustivo estudio teórico que volcó un gran ensayo sobre este cuadro.

El perro de Saura

Como Antonio Saura, siempre he pensado que el perro es el autorretrato de Goya. Perdido, sobrecogido y apesadumbrado, impotente, el perro mira hacia la parte alta como en espera de decidir si intentar dar un salto o tal vez apoyar el morro en la tierra y esperar. Parece cansado. Mira hacia la luz…conviene imaginar que es un gesto esperanzador.

Goya no ofrece asidero, no hay narración posible, solo queda observar, mirar. La ausencia de referencias ni espaciales ni temporales hace el vacío más vacío y la nada mas nada. Sin embargo el fondo de este cuadro, extremadamente vertical, está activo, es un fondo brumoso-me recuerda a los cielos de Turner-, rico en matices y tonalidades de ocre. Se perciben las pinceladas en cascada y circulares, hay luces y también oscuridades, trasparencias y veladuras, profundidad en la opacidad.

En esta melancólica soledad existencia, es fácil identificarse con el perro, con Goya.

Hay más obras en mi colección particular: el Retrato de María Tudor de Antonio Moro, El paso de la laguna Estigia de Patinir, Las hilanderas de Velázquez… pero tal vez los cuadros que he comentado más arriba sean suficientes para componer, como el perro a Goya, mi propio autorretrato: Amor, Belleza, Fuerza, Luz, también oscuridad.

Libros citados

Antonio Saura; El perro de Goya. Ed. Casimiro. Madrid 2013

Eugenio Trias; Lo bello y lo siniestro. 1982


4 respuestas a “Mi autorretrato en el Prado

  1. Precioso Texto María Luisa, conmovedor hasta las lágrimas. Inteligencia, belleza, amor y sombras. Desnudarse a través del arte. Te he sentido tan cerca…

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  2. Hola Iris, gracias por tus comentarios. Me halagas diciendo que me parezco a Isabel de Portugal…no me veo, pero me gusta.
    ¡Claro!, me encantaría que fuéramos juntas al Prado o al Museo Thyssen, que hay una pintura manierista estupenda. Me gusta Sebastiano del Piombo, no tanto el Guercino, mas il Brozino. Luego está Girlandaio y Carpaccio, las vedute di Venezia de Guardi…
    La idea de pasar un día en El Escorial es fantástica, hagámoslo en primavera como dices¡

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  3. Hola, ha sido un milagro ver esta opción, hay que bajar por debajo de lo último y te preguntan en letra muy pequeña… no se a que se debe. Preciosa reflexión y muy personal, me llama la atención que Isabel de Portugal puede parecerse a ti.. a lo mejor miramos más a nuestros iguales. De la Almedina lo conocí el pasado año en la catedral de Cuenca creo… y fue un enorme descubrimiento, no recuerdo pintura española de este nivel. Me encantaría si hubiera la oportunidad de hacer una visita a estos cuadros contigo…Goya igual no tanto, pero Tiziano y si (seguro que si) tienes en tu ruta a Sebastiano del Piombo o el Guercino….. en todo caso se me ocurre una vista en primavera al Escorial, para ver el martirio de San Lorenzo,te hace?

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