Cada viaje es un estimulo para los sentidos: nuevos horizontes, colores desconocidos, sabores locales, impresiones que sacuden la confortable y a veces anodina cotidianidad, no siempre percibida como tal hasta que tomas distancia. El viaje es también una fuente de reflexión y de ensoñación, en los viajes se te ocurre pensar en cosas distintas a las que sueles, y la mente vaga imaginando historias.

Fuerteventura es una isla bella, pero no es para espíritus ligeros, pues su desnudez de entrañas rocosas deja una profunda huella de desolación melancólica, aunque mirar al mar siempre repone. Como decía Unamuno, es bella para el que sabe descubrir en una calavera una hermosa cabeza.
Sin llegar a limites tan escatológicos, lo cierto es que hay mucha belleza en sus cielos limpios, en sus dunas, en su noches de brillantes estrellas, en los colores ocres, marrones, negros y rosáceos de su tierra siempre ahumada. El mar es de vivo azul y las playas, largas y profundas.





Su aislamiento geográfico y su clima árido o semidesértico parece que dan muchos endemismos, pero no son fáciles de encontrar. Sí vi cabras y cuervos, lo que ahonda la sensación de estar en una tierra dura, donde la vegetación que nace espontáneamente -fuera de los hoteles y urbanizaciones-, es muy escasa, sobre todo maravillosos cactus y plantas suculentas.
Por fortuna, la gente no está asimilada con esta dureza, al contrario, es muy comunicativa y risueña. Se les percibe satisfechos con su entorno, saben que habitan una tierra peculiar, declarada Reserva Natural de la Biosfera por la Unesco en los años 70, y la miman y la cuidan.
La isla tiene poblaciones con mucho encanto, como Pájara, la Ampullenta o la antigua capital, Betancuria, que son bellezas locales con aires americanos, tanto en la vegetación como en la arquitectura. Las iglesias parroquiales tienen retablos pintados, jugosos frutos, angelotes y arcángeles, curvas y colores propios del barroco colonial. El museo arqueológico en Betancuria es una grata sorpresa por su colección y su exposición didáctica y amena.




No se desaprovecha recordar que aquí estuvo desterrado por el régimen de Primo de Ribera, Miguel de Unamuno. En 1924, unos cuatro meses, suficientes para dejar testimonio en sus escritos, intensos y descarnados comentarios sobre la isla. Despojado de su catedra de Filosofía y Letras en Salamanca, con 59 años, solo, el impacto que debió producirle esta tierra sería enorme, y sin embargo, encuentra hermosura en ella y se siente deudor de la calidez con la que lo acogieron.

Fuerteventura acaba por el Sur en la península de Jandía, atravesada por una cordillera, azotada por vientos atlánticos y sedienta de agua. Para llegar hay que recorrer un desierto de piedras y tierra suelta, es una zona prácticamente deshabitada. Si eliges ir al sur de la península, encuentras Punta de Jandía, con su faro. Sorprendentemente, por lo recóndito y aislado del lugar, hay cerca tres restaurantes donde se puede comer un delicioso caldo de pescado. Si vas al norte, llegas a la playa de Cofete, impresionante por su aspecto salvaje e inhóspito donde a pesar de ello, hay dos asentamientos humanos: un cementerio y la Casa Winter.

La casa de los Winter fue construida en 1946, dicen que por algún oficial nazi huido tras la guerra. Hay muchas historias y leyendas sobre ella y los submarinos que al parecer oculta, sea como fuere, lo cierto es que es una construcción siniestra… ¿Qué llevaría a una familia a construir aquí su hogar?


A quien le interese, hay una novela de Alberto Vázquez Figueroa titulada Fuerteventura (1999) que fantasea sobre ella. Como reclamo cuenta el autor: “A nadie se le ocurre hacer un caserón como aquel en un lugar tan perdido. Si ahora para llegar te juegas la vida, en los años 40 debía ser mucho más peligroso. Algo muy importante tenían que esconder para construir ese monstruo en un sitio absolutamente inaccesible”.
En todo caso, creo más recomendable leer De Fuerteventura a París (1925) de Miguel de Unamuno.
Fuerteventura da para mucho.