El viernes se celebró en Madrid la noche de los libros. Por esto, por mi afición libresca y porque es mi semana de publicaciones en este blog, no tengo más remedio que recomendar un texto que me parece magnífico. Español, por supuesto.
La OMS definió en 1946 la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social”. El equilibrio orgánico y psíquico es condición necesaria pero no suficiente; una adecuada adaptación social es necesaria para mantener la vitalidad. Dejo de lado lo utópico de esa salud total -me pregunto si alguien la tiene de forma estable-, para centrarme en el aspecto que ahora me interesa, el de la interacción con la realidad.
Según Martin Heidegger, el ente humano es un hombre arrojado en el mundo. Este Dasein o ser-en-el-mundo, no está aislado ni separado de él, sino al contrario: co-existe con él y en él, y no es tanto presencia como proceso dinámico y devenir, núcleo de la inseparable maraña de situaciones en las que se encuentra. A este mundo, a este lugar de infinitas dimensiones, fragmentario y complejo, que percibimos como un plasma mas allá de nosotros y del que sin embargo formamos parte, intentamos acomodar nuestras características personales de estilo, gusto, inteligencia y carácter, nuestros valores y desarrollo.
En cada uno de los entornos por los que transitamos, excepto en momentos de abatimiento o desconexión, intentamos mostrar nuestro mejor yo, el que consciente o inconscientemente consideramos mas adecuado e interesante para ser aceptados y queridos. Procuramos omitir lo desagradable, incierto o dudoso, y a menudo exhibimos plumaje con referencias a nuestro pasado personal o familiar, pues presentando lo mas sobresaliente, aun cuando haya expirado o no nos pertenezca, creemos presentarnos a nosotros. Es llamativo hasta dónde podemos llegar en nuestro afán de gustar o resultar atractivos, cuánto de inseguro y ridículo hay en estas credenciales con las que pretendemos, como se dice ahora, ponernos en valor. Tenemos reciente el caso de la presidenta de la Comunidad de Madrid y su falso postgrado que, en realidad, no interesaba a nadie. Olvidamos que el compromiso es de aquí y ahora con nuestro devenir, que las verdaderas posibilidades de realización están en nosotros mismos, y que debemos asumir la tarea de actualizarnos siempre en lo mejor. Ser mas completos y mas fuertes para ser mas libres.
Hace unos meses cayó en mis manos un libro maravilloso – ¡y necesario¡-, un must-read escrito en el siglo XVII pero, como todo lo clásico, de rabiosa actualidad: El Arte de la Prudencia de Baltasar Gracián. Este jesuita, existencialista y postmoderno avant la page, analiza con interés filosófico, psicológico y mundano, la relación del ser humano con la realidad cotidiana, desde una perspectiva existencial. Puntualiza en 300 epigramas un completo manual de prudencia, de eficacia en el mundo, de éxito y, según el criterio de la OMS, también de salud, invitándonos a avanzar en lo que uno ya-es. Es un viejo libro de autoayuda, que, a diferencia de los actuales, enfocados en la ética y filosofía oriental, se basa en los valores y la racionalidad occidental para mostrarnos, de forma preclara, habilidades tan útiles en el dominio y perfección de nosotros mismos como en la adaptación a una realidad a veces extraña, impredecible y hostil. Dice El arte de la prudencia en el epigrama 6:
6. Estar en el culmen de la perfección. No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y en lo laboral, hasta llegar al punto mas alto, a la plenitud de las cualidades, a la eminencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad.
Gracián, jesuita, agudo e incisivo observador, reconoce una aristocracia de la inteligencia, y advierte desde un principio que las posibilidades de desarrollo no son iguales en todos los seres humanos:
2. Carácter e inteligencia: los dos polos para lucir las cualidades; uno sin otro es media buena suerte. No basta ser inteligente, se precisa la predisposición del carácter.
Prudencia es templanza, cautela y moderación; sensatez y buen juicio; discernimiento de lo bueno y lo malo, para seguirlo o huir de ello. El arte de la prudencia contiene lecciones universales y nos enseña cómo la ponderación, el cultivo de la inteligencia, el gusto y la voluntad, la elección de lo bello y lo ético es siempre lo mas efectivo a largo plazo. En un tono que se mueve entre el compromiso moral y la sátira (201. Tontos son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen), el libro nos orienta también para reconocer y huir de los necios, esquivar la envidia y la maledicencia, aventajar a los adversarios y obviar a los enemigos.
Me gusta especialmente, de entre los epigramas que hacen referencia al trato con los otros, el número 11, pues asume la plasticidad del gusto y la inteligencia humana y nos invita a elegir a los amigos:
11. Tratar con quien se pueda aprender. El trato amigable debe ser una escuela de erudición; y la conversación, una enseñanza culta. Hay que hacer de los amigos maestros y compenetrar lo útil del aprendizaje con lo gustoso de la conversación.
Gracián escribió un compendio de sabiduría práctica. El arte de la prudencia es un indispensable libro de mesilla que deberíamos leer y releer cada mañana. Como todo lo mejor, pone orden en la sustancia caótica de nuestra existencia. Una sólida lección de ingeniería del yo-en-el-mundo.
229. Saber repartir su vida con sabiduría, y no como vengan las cosas, sino eligiendo con previsión. La primera jornada de la hermosa vida debe gastarse en hablar con los muertos: nacemos para entender y entendernos, y los libros nos hacen fielmente personas. La segunda jornada debe emplearse en los vivos: ver y guardar todo lo bueno del mundo. La tercera jornada debe ser toda para sí mismo: filosofar es la última felicidad.
Madrid, 21 abril 2018
Magínfica reflexión.
http://www.otaola.org
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