Despierto de una larga y profunda siesta este segundo domingo de Semana Santa. A mediodía regresamos de Sevilla, me parece que hemos hecho un viaje a otro mundo, extraordinaria experiencia.
Cada año en estas fechas el centro de la capital hispalense se convierte en un gigantesco escenario de ópera donde se representa, en muchos Actos, una tragedia clásica: la Pasión de Jesús de Nazareth. Como una isla suspendida en el tiempo, Sevilla forma parte de la España católica que sostiene tradiciones de siglos. Evoca una imagen del pasado; sin embargo, a pesar de que el catolicismo ha ido perdiendo el control de la sensibilidad y la vida cotidiana, es una de las españas de hoy.
Como era habitual en los años de mi infancia, la religión católica formó parte esencial de mi educación. Mas tarde, en los años de Universidad, la sometí a juicio y me aparté de ella. Hoy considero todas las religiones como lenguajes diferentes de una misma religión, que da respuesta a la necesidad de trascendencia del ser humano al tiempo que constituye un fuerte mecanismo de contención social y política. A pesar de todo, después de muchos años, ha revivido en mí un sentido trascendente de la vida que, fuera de cualquier dogma -los detesto-, sin Iglesia ni liturgia, se conecta y vibra con lo espiritual. Siempre que sea auténtico. Y, muy especialmente, si está dotado de orden y magnitud, es decir: si posee belleza. Debe ser por ello y por este carácter mío inclinado a lo castizo y español, propenso tanto a lo excesivo como a la quietud y el recogimiento, que he quedado hondamente impresionada por la Semana Santa sevillana. Dice Kant en su ensayo sobre Lo bello y lo sublime: no puede decirse que el español sea mas altivo o mas enamorado que cualquiera de otro pueblo; pero lo es de una forma extravagante, que resulta rara y fuera de lo habitual, y cita como ilustración el cortejo venerable y temeroso de los autos de fe. Lo sabía desde hace años, que se puede ser agnóstico, ateo incluso, y, a un tiempo, como dicen los sevillanos, capillita. Así era -no es que haya dejado de serlo, sino que ahora apenas nos vemos-, aparentemente contradictorio, mi amigo A. Pizarroso, mi iniciador en algunas cuestiones estéticas. La Semana Santa sevillana tiene una sublimidad excéntrica y singular, que se ajusta como un guante a nuestra sensibilidad ancestral. Analizado con perspectiva, el espectáculo roza la idolatría en los márgenes del paganismo.
Mas allá de todo sentimiento religioso y de cualquier juicio ideológico o social a la Iglesia Católica, está la historia de la Pasión de Jesús, una tragedia, en el sentido literal y aristotélico del término. Escribe Aristóteles en su Poética:
Es la tragedia imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que, produce compasión y temor.
En la tragedia perfecta de la Pasión de Jesús hay fábula, caracteres, pensamiento, elocución y espectáculo. Sin conocerla, sin haber leído con una actitud abierta los Evangelios canónicos, la Semana Santa sevillana es únicamente exhibición, un anacronismo que aun fabuloso y seductor, puede resultar atávico, trivial o kitsch, carente de pathos trágico. No es necesario tener un sentimiento religioso para trascender el folklore y conmoverse con ella, pues la gravedad y la grandeza de la tragedia de Jesús están en su aspecto humano.
Invito a cualquier persona sensible a leer la Pasión según San Mateo y a escuchar la maravillosa versión musical de Johan Sebastian Bach, BWV 244. Diferentes cuadros se suceden desde que Jesús, provocador y fiel a su mensaje, se atreve a expulsar a los mercaderes del Templo en vísperas de la Pascua Judía. A partir de ese momento está irremediablemente condenado. Traicionado por treinta monedas de plata, con la certeza de que lo van a apresar, se retira a orar con los Apóstoles fuera de la ciudad, en el huerto de Getsemaní. Todos duermen mientras él vela. Regresa preso y solo a Jerusalén -Juan es el único que entra de nuevo en la ciudad-, donde será juzgado por el Sanedrín de los judíos y el Sumo Sacerdote Caifás. Su amado Pedro lo niega tres veces -conmovedora la parte de las lágrimas de Pedro en la pieza de Bach; débiles y cobardes, todos somos Pedro, siempre errantes, siempre arrepentidos-. Judas se quita la vida. Jesús escucha su sentencia ante el gobernador romano. Condenado por la multitud, azotado e insultado por judíos y romanos en un proceso religioso y político, le imponen como burla un manto púrpura y una corona de espinas. Crucificado en el Gólgota junto a dos ladrones, ultrajado en la cruz, pronuncia Las Siete Palabras. Entre ellas, esa frase arrebatadoramente humana:
¡Elí, Elí! ¿lama sabactani? – Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me?- ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? (Mateo, 27: 46 y Marcos, 15: 34)
Cualquiera de las escenas de la Pasión está representada en un Paso sevillano. La procesión es una parada sentimental y contemplativa de cada episodio con la que nos embriagamos. La narrativa de la Pasión ha de ser conocida y rememorada para vivir con las procesiones una experiencia emotiva, para percibir y respetar la devoción de los sevillanos. Es necesario para ser un figurante en la tragedia que se representa. Esperar paciente la salida de un paso en la hora mágica del atardecer. Observar el desfile silencioso de los cientos de nazarenos penitentes, sus capirotes blancos, púrpura y negros, sus ciriales y cruces. Escuchar a lo lejos el redoble de tambor, las tristes y solemnes fanfarrias, el silencio. Sentir como se va acercando majestuoso el Paso, el patetismo de las tallas barrocas, el esfuerzo invisible de los costaleros, que casi se les oye respirar, su avance ahora corto, ahora largo, cambiante y perfecto, el giro minucioso al doblar una esquina, la voz del capataz, el golpe del llamador. Embriagarse con el desgarro de una saeta. Seguir a pie el manto que cae del Palio de las Vírgenes.
¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!



Inolvidable la emoción de la madrugada de Viernes Santo en Sevilla, la Madrugá. Me quedo con tres momentos. La entrada en silencio absoluto del Palio de Jesús de la Pasión de Montañés en la rampa de la Iglesia del Salvador, pasada la medianoche. La saeta a la Esperanza Macarena en una estrechísima calle abarrotada, puñados y puñados de pétalos de flores derramados a su paso. Y poco antes del amanecer, el Jesús del Gran Poder, Señor de Sevilla, alzado después de la saeta, alejándose por la fachada de la Catedral. Su sobria túnica ondulada por un viento suave, cargado de notas de incienso y azahar, como si él mismo marchara arrastrando su cruz en la noche sevillana de luna llena.
Domingo 1 abril 2018
¡Efectivamente es una expresión de un pseudopaganismo digno de presenciar! Muy buena lectura
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Sevilla, paganamente cristiana.
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