A este lado del paraíso

 

a este lado

El verano terminó hace ya unas semanas, aunque persiste la sensación de un tiempo ligero y luminoso que espero compartir en la penúltima entrega de estos  pequeños relatos de viaje al sur del Peloponeso…

Sobre el cinco de agosto, continuamos desde Egina hacia la isla de Poros. En la entrada de la bahía hay una rivera rocosa con pinos, y al fondo las construcciones blancas  de la ciudad que vista desde el mar, asemeja  una pequeña Amalfi.

La orilla derecha está bordeada por cipreses, y justo detrás, apenas visibles desde el agua, los restos de un templo dedicado a Poseidón donde dicen que Demóstenes se envenenó. A lo lejos hay gaviotas blancas y  pardas que giran leves en el aire. De noche, sentada en la cubierta, veo a veces pasar los hydrofoil de la Hellenic seaway. En la oscuridad de la bahía donde estamos fondeados, parece que vuelan a unos pocos metros  del agua, como  si fueran un animal de laguna o la sombra de alguna negra nave aquea. Me divierte al día siguiente leer en el puerto que  hay dos tipos de foils que hacen el recorrido entre las islas: los delfines voladores y el gato volador, este  último claro, 20 minutos más lento.

Hoy es jueves nueve de agosto, y pasamos el estrecho de Docos  con rachas de viento de unos treinta nudos. Los etesios son los  vientos fuertes y secos del Egeo, y soplan solamente en verano, pero Meltemi es el término que todos usan. Son bonitos, los nombres de estos vientos mediterráneos: Lebeche, Siroco, Tramontana…

El  Meltemi  va  a soplar fuerte varios días sin interrupción, así que hemos tenido que refugiarnos en Hermione, una pequeña ciudad de la costa Argólida. Los hermioneos no acuñaban monedas ni fundían metales, pero su púrpura fue famosa en la Antigüedad. Púrpura de Hermione, de Tiro o púrpura imperial, un colorante o tinte de color  escarlata, carmesí o violeta que sacaban del murex, un molusco con hermosas conchas alargadas y esculpidas con espinas,  que luego almacenaban en  tinajas para que se descompusieran y producía, según cuentan, un hedor insoportable. No sé si por el olor que debía invadir  zonas de la ciudad o por el color solferino de la púrpura, cuando Plutarco visita Hermione decide que está muy cerca del Hades, el inframundo. Tanto que escribe que allí se encuentra el camino más corto para bajar al Hades; y por esa razón, no colocan en la boca de sus muertos el importe del pasaje. Una de esas mañanas de Hermione, sentada en el bar del puerto, descubro que además de pegada al inframundo estoy a 53 kilómetros  de la ciudad de los argonautas, y a 139 kilómetros  y 100 metros exactos de La Arcadia. Una fisura es una  fisura y un presagio es un presagio.

Leo  de nuevo en el mapa: “Arcadia”, y la poca distancia del territorio real desde donde estoy pero sobre todo del territorio  simbólico, el paraíso perdido, el jardín encantado, me lleva a un torbellino de imágenes y de nombres: Virgilio, Garcilaso o el temible cuadro de Nicolás Poussin  giran empujados por el viento  a 139 kilómetros de la mesa del café, que está pegada al agua y tiene  cerca algunos tiestos grandes de granados y laureles. A pesar del torbellino, a  este lado del paraíso y en  una mañana de verano, solamente apunto una referencia en el cuaderno: el recuerdo de Jeremy Irons en Retorno a Brideshead , que comienza con un primer capítulo que se llama et in arcadia ego. Busco y anoto esta cita del oficial Charles Ryder en la libreta:

Ahora,  a los 39 años empiezo a ser viejo (…)

Nunca volveré, me dije. Una puerta se había cerrado, la pequeña puerta de la pared que busqué y encontré en Oxford. Si la abría ahora, ya no descubriría ningún jardín encantado. 

 El resto de la mañana la pasamos bañándonos en los acantilados y pienso que, al entrar en el mar, es como si perdiéramos el lenguaje, porque solo el cuerpo parece existir. El cuerpo y el resplandor del día en la superficie de las  aguas del golfo.