
Érase una vez un día como hoy, 4 de abril de 2020, que volábamos a Rangún. Myanmar debe esperar, hemos cambiado los billetes para noviembre. En realidad, hemos pospuesto nuestro viaje sine díe. Esta mañana, mientras busco fotografías para ilustrar esta entrada, la niña caprichosa que hay en mí patalea porque desea su viaje a Birmania más que nunca. Y reflexiono sobre el valor relativo de todas las cosas, que crece cuanto más lejos quedan.
Toda experiencia dolorosa, todo menoscabo nos golpea y nos trae el recuerdo de la felicidad como un paraíso perdido. Un paraíso remoto de ayer, en el que, insaciables, apuntábamos a cotas más y más altas, y la felicidad se nos aparecía como un ideal inalcanzable de realización y placer. Hoy, la felicidad no está ya en audaces expectativas, sino que, humilde, viste los sencillos ropajes de la vida pasada. Su tiranía de antes se ha convertido en una apacible mirada retrospectiva y lo que teníamos aparece bajo una luz nueva que despierta nuestro respeto y devoción.
Nos sentimos ahora en una frontera histórica que nos llevará de la seguridad relativa del mundo de ayer a un marco nuevo y desconocido, con otras prioridades políticas, sociales y personales. Crisis-pausa-transición-evolución-oportunidad, caída en el pozo de bronce, en la posada, en el laberinto, en la casilla 58 de La Oca, que nos retrocede al punto de partida.
Si estamos sanos, podemos proyectar nuestra mirada retrospectiva de la felicidad de ayer hacia el futuro. Redimensionar lo que nos pasaba desapercibido, lo que apenas parecía digno de ser deseado, con la alegría melancólica de un convaleciente.
Mi visión de ti sería el lecho donde mi alma se adormeciera, niña enferma, para soñar otra vez con otro cielo. ¿Hablarías?. Sí, pero que oírte no fuera oírte sino ver grandes puentes a la luz de la luna unir las dos orillas oscuras del río que va a dar al anciano mar donde las carabelas son nuevas para siempre.
Fernando Pessoa

