Era miércoles y ese mediodía Darío subía con lentitud las escaleras de su casa, un quinto piso de un edificio sin ascensor en la calle General Orgaz, cerca de la avenida de Perón. Llevaba más de veinte años viviendo allí, pero todavía no había conseguido convencer a la comunidad, la mayoría viejos jubilados sin muchos recursos, para afrontar la obra.
A la altura del tercer rellano había una ventana en la que solía pararse unos segundos a descansar, pero ese día le distrajo el olor penetrante de lo que cocinaba algún vecino – casi seguro que es sopa de pescado– pensó mientras se iba desabrochando el abrigo. Imaginó entonces una gran olla con cabezas de gambas y espinazos de algún pescado ya irreconocible, flotando en el giro del eje del planeta –¿hacia donde gira en esta latitud? ¿a la derecha?- e hizo un esfuerzo por visualizar el desagüe del lavabo o la pila de la cocina. Fue entonces cuando recordó el sueño de la noche anterior. Como si fueran unos cuantos fotogramas salvados de una película perdida, se vio muy lejos de la costa en medio de un océano grisáceo de nubes bajas, luz apagada y oleaje suave y manso, de aguas profundas. Nadaba entre dos enormes ballenas de las que apenas le separaban unos metros, la piel de sus cuerpos descomunales estaba moteada de pequeñas manchas de la misma tonalidad parda del agua, y Darío volvió a sentir su textura resbalosa y brillante aunque porosa, como de planta rocallosa. Sobre todo la textura de la piel y el tamaño, pensó.
Andaba aún extraviado en el recuerdo del sueño cuando dejó atrás el último tramo de escaleras y sacó del bolsillo un mazo de llaves para abrir la puerta de casa, tiró el móvil en el aparador lacado de la entrada, se quitó el abrigo y- sentado delante de un pequeño cuaderno de tapas negras- escribió con letra rápida: “Los cetáceos requieren espacio y los sueños también. Discurren por un caudal que arrastra lodos, peces ciegos y piedras. Su marca es el color rojizo y metálico de las riadas”. Más abajo apuntó: “no me gusta sentirme a la deriva” y finalmente, “amuletos marinos”. Luego cerró el cuaderno, se quitó sin prisa los zapatos presionando hacia fuera con el talón contrario y pensó que sentía un enorme alivio al descalzarse.