Si Cupido, caprichoso, nos arrastra…

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…nadie podrá responder de sí. ¿Qué me quieres, amor?, pregunta la Condesa Diana de Belflor.

La Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) repite producción y gira por España de uno de nuestros grandes Clásicos: El Perro del Hortelano. Deliciosa comedia de Lope de Vega sobre las veleidades del amor, en la versión de Helena Pimenta. Nadie como ella para poner en escena la hondura, la precisón, la elegancia y la música que caracterizan el Teatro español del Siglo de Oro. Excelentes la versión literaria, el reparto, la dirección de actores, el vestuario, los recursos escénicos: todo destacable.

Confieso que la he visto tres veces. Es fresca, divertida, amable. Se ve con una sonrisa permanente y arranca algunas risotadas. Lope quita gravedad al amor, lo muestra caprichoso, ligero, naif, muy lejos de ese ideal solemne y definitivo que a todos nos trae, en su búsqueda, tan de cabeza. Un respiro y un consuelo a nuestras obligatorias expectativas de amor verdadero. Como si la pasiòn, incluso la mas volátil, acaso no lo fuera.

Todo lo que leo sobre El Perro del Hortelano coincide en que el tema es el amor frustrado por la diferencia de clases. La distancia social parece ser el único obstáculo a la realización amorosa de Diana, aristócrata desdeñosa de pretendientes tan nobles como necios, y Teodoro, su humilde y discreto secretario.

La comedia se desarrolla en ciclos sucesivos de atracción-indiferencia. Cada vez que Diana consigue el amor de Teodoro, se asusta y retrocede por la inconveniencia de un afecto que amenaza a su honor. Y airosa lo despacha. Ahora sí, ahora no. Pececillo que cae en sus redes, pececillo que devuelve al mar. Amor, como dice Teodoro, en lúcidos intervalos. Amor, honor, amor, honor, amor, honor, se alternan pero nunca coinciden.

En el siglo XXI El Perro del Hortelano puede tener otras lecturas. El amor de Diana no es espontáneo, surge sólo y siempre de los celos. Despierta cuando descubre los amores del secretario con su sirvienta Marcela, y rebrota, apasionado, cada vez que Teodoro despreciado vuelve con su primer amor. Inteligente y melibeica Diana, que ama por ver amar, y primero que amar está celosa, no hace consideraciones de clase cuando quiere conquistarlo, solo las tiene en cuenta cuando ha alcanzado su objetivo. Pierde el dominio de sí cada vez que su secretario vuelve con Marcela, y recupera la cordura siempre que su amor se ve satisfecho. Cordura que utiliza para frustrar las expectativas amorosas que ella misma ha provocado y expulsar a Teodoro de su intimidad. Un ir y venir que acaba con la paciencia del amante, y que Lope resuelve sacando un conejo de la chistera, para terminar con un fueron felices y comieron perdices.

¿Es creíble un final feliz?. Mas veraz, me imagino la huida definitiva de Teodoro desconcertado y triste: sus celos quedarán mudos con mi ausencia. Y a Diana que, incapaz de retenerlo, cierra la puerta de su palacio como Scarlett O’Hara: después de todo, mañana será otro día.

Me veo en Diana de Belflor y sospecho que en sus dejadas hay algo mas humano y espontáneo que una amenaza al honor. Que igual que su amor nace de ver al amado en brazos de otra mujer, pudiera apagarse o morir por el mero hecho de poseerlo. Como dice claro Teodoro:

 si cuando ve que me enfrío
se abrasa de vivo fuego
y cuando ve que me abraso
se hiela de puro hielo

Sin diferencia de clase, sin afrenta al honor, ¿quién no ha sido alguna vez el perro del hortelano?. Desde luego, yo sí. Varias. ¿Hay tormento que inquiete como una pasión de amor?.

Madrid, 28 febrero 2018

Imagen de portada: Paloma Navares. Hibiscus blancos. Canción de Primavera. 2017

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