En Retorno a Kareol, una delicada entrada en el blog de hace unos días, Ana escribe hablando de Strauss y su poema sinfónico Muerte y Transfiguración sobre la añoranza de la infancia, y hacia el final del texto, de los recuerdos y la niñez. Sirva esta entrada de hoy para continuar el diálogo sobre la memoria, esta vez desde una mirada seguramente menos sofisticada pero más personal y al mismo tiempo más centrada en la dificultad de aprehender lo que fue, alejados ya de la niñez.
Pienso ahora mismo cuanto la vida de alguien es rehén de nuestra propia memoria: hace unas semanas volví al norte de Marruecos, un viaje en realidad casual. Nunca pensé que iría de nuevo, pero unos amigos me propusieron acompañarles y, sin demasiadas perspectivas para el puente de mayo, acepté. Estuve allí por primera vez un mes de noviembre de 1981, apenas entrando en mis veinte años y mucho más tarde durante el verano de 2004, el año de los atentados de Madrid. De esa primera visita a Marruecos solo he encontrado un retrato que le hice a Adolfo, acabábamos de casarnos y bajamos en coche hasta Algeciras y luego en Ferry al puerto de Tánger. Entonces aún mantenía la ciudad el vaho brillante y algo deslucido de figuras como Paul y Jean Bowles y todos habíamos leído su cielo protector.
Pruebo a recordar ese primer viaje y solo veo escenas fijas como destellos, pero mudos, sin voz ni sonido: el olor del hotel de verano vacío en ese otoño de Algeciras, unos dulces al final de una comida en el restaurante Al Minzah de Tánger, las vistas algo desoladas de la playa desde la terraza del hotel que ahora está bordeada de edificios con cafeterías y que solo vi desde el autobús, un cordero degollado que goteaba sangre encima de una mesita en un bar de carretera, tullidos, el cementerio que rodea las murallas sagradas de Fez al caer el sol ese otoño, la memoria de una foto perdida de Adolfo con una camisa de algodón azul oscuro caminando de espaldas con un niño en Xauen…dicen los poetas que hay similitud entre escribir un verso y sacar una fotografía, por su fragmentación y porque de un modo u otro ambos tienen un reverso. Si escribir es un intento por conservar o por evitar que algo desaparezca en el curso del tiempo, una fotografía o un retrato es a la vez una presencia y una huella: su ausencia.
Las personas son lo que recordamos de ellas. Vuelvo a esa única foto de 1981, y pienso que no era una mala composición. Veo su cara de entonces que se mira en un espejo del baño, veo el corte de pelo perfecto estilo años 30, puedo recordar que el pijama que lleva lo compramos allí, me fijo más e intuyo la nuez algo pronunciada, también veo ahora una mirada con fondo triste, o a lo mejor solo la ensayaba. Adolfo hubiera sido un buen actor de cine mudo.
Volé a Marrakech en el verano de 2004. No se me habría ocurrido ir en agosto sino hubiera sido porque una cercana amiga entonces estaba destinada en Rabat, y tenía vacaciones. Olvido (el nombre es real, aunque parezca un oxímoron) era alta y de carnación blanca, en una belleza morena y sensual. Algunos años después la visité en Londres, y mirándola mientras se arreglaba en el espejo de su apartamento en South Kensington, sentí que su carnalidad clara se había tornado en esa pátina un poco blancuzca y narcisista que se posa sobre muchos flojos de compromiso y, con frecuencia, ausentes de hijos en sus vidas.
De ese agosto, puedo en cambio evocar y recordar con precisión tantas imágenes, y en casi todas está Larbi El-Harti, entonces y supongo ahora profesor de literatura en la universidad de Rabat. De carácter solar, su poder de seducción era un fluido material del que era difícil escapar. Larbi había ganado un premio de la casa de África con un libro de relatos que ahora, mucho tiempo después, he vuelto a hojear. En la segunda página, fechado el dos de agosto de ese año, hay un texto para mí escrito en español, y debajo una hermosa firma con caracteres árabes. Veo luego que dedicó el libro a sus padres con un pequeño poema que lo define, al menos como yo recuerdo ahora que era entonces:
Mi padre afirmaba
Que mi madre tenía los tobillos
Más hermosos del mundo
A ellos, porque entendían
Como nadie la belleza
En una de las fotos que conservo está saliendo del Riad donde vivíamos y sonríe a la cámara, que en realidad soy yo. Es temprano, después de una noche larga que recuerdo de horas extraviadas. En el umbral de la puerta se distingue la camisa roja y el sombrero de Olvido, luego me fijo en otra foto un día de playa. La hija de Larbi está de espaldas y lleva puesto un vestido mío de rayas, el mar estaba revuelto y peligroso, y me pasé la tarde sujetando a los niños en la orilla. Pienso ahora que en esos años yo llevaba el alma acorazada contra el desaliento.
No se me ocurrió llamar a Larbi en el viaje de este mayo al Rif, hace mucho que no tengo el teléfono de Olvido, y con Adolfo, que vive hace una eternidad en una isla, hablo de vez en cuando por teléfono.
Vuelvo sobre el libro de relatos dedicado y, casi en la última página, descubro una anotación mía que debe ser de ese otoño de 2004, que reproduzco ahora. Entre paréntesis está escrito “revisar y rimar”: Como los niños que guardan a poca profundidad, en las zanjas de los aligustres que bordean los jardines, trozos rotos de algo querido o de animales delicados que murieron antes de tiempo, enterrar también los recuerdos en macetas de tierra húmeda y oscura, esparcidos los trozos ahora en un universo creciente de partículas inanimadas. North, de Elvis Costello, sonando.
Dibujo de portada Catrin weiz-stein