En los primeros días de agosto llegó de Alemania Verónica, mi querida amiga de la infancia con quien compartí en Chile, hermosos días de juegos en su quinta. Tras un largo abrazo en el que se fundieron todas las emociones de 37 años de ausencia, me dispuse a compartir con ella uno de mis “palacetes”, el Museo Sorolla, un oasis de calma en pleno centro de Madrid.
Joaquín Sorolla, maestro en el manejo de la pincelada y el color para reflejar la luz, trabajador infatigable capaz pintar grandes lienzos al aire libre y retratar directamente del natural incluso grandes grupos, buscaba la belleza en cada escena. Artista de prestigio internacional, requerido por la sociedad española y extranjera, viaja con frecuencia para exponer o para pintar del natural escenas de encargo. En la cima de su carrera, proyectó y diseñó una casa donde reunir todos sus amores: familia, pintura, luz y flores, un pequeño paraíso para poder trabajar rodeado de sus seres queridos.
Desde el comedor con cenefas de naranjas, en recuerdo de su Valencia natal, hasta los jardines que rodean la casa, con albercas inspirados en el Alcazar de Sevilla y la Alhambra, vivienda y estudio fueron diseñados bajo las ideas, muy precisas y emocionales, del pintor. Dos entradas separan el espacio público del privado una al estudio con luz cenital y una sala de exposiciones para mostrar sus obras a los clientes y otra a la vivienda con un salón acristalado hacia el jardín para la familia. Ambas partes comunicadas por una puerta central bajo la escalera que permite al comprador, si también es amigo, incorporarse a la vida familiar.
Recorrer el jardín y las estancias de este palacaete, que conserva el mobiliario original dispuesto tal y como se usaba, te hace sentir la presencia de sus dueños, casi esperas encontrar a Clotilde, la esposa el pintor, recibiendo a las visitas en los elegantes sillones art decó del salón o al maestro en su estudio, frente a su mesa de pinturas rodeado de los pequeños bocetos y pruebas de color contemplado fijamente la cama turca, mientras imagina un nuevo retrato familiar. Son estos cuadros, que pintaba para su propio disfrute, los que nos revelan la personalidad del pintor.
Me detengo siempre ante “Madre” un lienzo de blancos, azulado, roto, hueso, para expresar los contrastes entre la frialdad de lo inerte y la calidez de la vida, la grisacea pared contrasta con las luminosas ropas de cama de las que surgen, como dos boyas en un mar de tranquilidad, dos cabecitas, Clotilde mira con sonrisa tierna y cansada a su hija Elena recién nacida. Asombrosa epifanía donde, gracias a las proporciones y la amorosa mirada del pintor, un acontecimiento íntimo y doméstico se vuelve inconmensurable.
“Clotilde en el Jardín” nos mira por debajo del ala del sombrero, sentada en diagonal, donde otra vez el blanco del atuendo y el pálido rosa de los alelíes enmarcan el rostro de exprsión triste. Clota, como la llamaba cariñosamente, tiene ya 54 años y observando las diferencias entre el retrato y las fotografías de la época se hace evidente una vez más, la amorosa mirada del pintor sobre su esposa.
Sorolla conoció a Clotilde García del Castillo a los 15 años mientras trabajaba como iluminador en el estudio de fotografía de su padre. Ella fue para Joaquín «mi carne, mi vida, mi cerebro», compañera, archivera, contable y albacea del legado del pintor. Gracias a su testamento hoy podemos disfrutar de uno de los estudios de artista mejor conservados de Europa.
A través de la correspondencia entre ambos, son más de mil las cartas que Sorolla le envió a lo largo de su vida, podemos conocer la calidad y profundidad de su afecto. Los mensajes de cariño, añoranza y deseo perduraron año tras año.
Sorolla escribe en 1908: “Cuan desgraciado hubiera sido yo, si no te hubiera querido como te quiero ¡Que ratos tan tristes cuando no pintase! Y la misma pintura no creo que me compensase si tu no me hicieras feliz…. Pintar y amarte, eso es todo ¿Te parece poco?”
Y por supuesto, la pinta en su jardín- refugio. Ambos comparten su amor por las plantas. entre los dos idean un lenguaje floral secreto y en sus cartas Clotilde le envía a Joaquín pétalos prensados y noticias sobre el estado del jardín que ella cuida personalmente durante su ausencia. Cuando estalla la I Guerra Mundial y los viajes se ven interrumpidos, el jardín se convierte en fuente de inspiración y el fondo de muchas de las obras del pintor que había planificado los espacios y seleccionado las especies según las quería para sus cuadros.
Una de las últimas obras de Sorolla, tras sufrir una hemiplejia que le dificultó seguir pintando como quería, tiene como protagonista su butaca vacía en el jardín, quizá como una despedida.
“Hay que pintar deprisa porque todo se va”
El rosal amarillo plantado por Sorolla ya no está, dejó de florecer tras el fallecimiento del artista y se secó tras la muerte de Clotilde.