Inicio hoy una serie de tres pequeños relatos o crónicas de viaje al sur del Peloponeso, aprovechando algunas notas que tomé esas dos semanas en una libreta verde agua que está a medio escribir. Son cortas y espero que amenas, sobre todo para los fieles de la mitología. Esta primera crónica, en realidad, comienza unos días antes en mi casa de Madrid…
La misma semana de agosto que salía hacia el Egeo, releí un libro en el que su protagonista comienza a tirar al aire una moneda cada vez que tiene que tomar una decisión: “no creo que haya nada que pueda reprochársele a un método de pensamiento basado en el azar, en dejarse llevar” decía en algún momento de su argumentación el personaje. No sé si por esa lectura, o debido a alguna senda del inconsciente que pensaba en el viaje cercano, soñé una de esas noches con monedas. Veía una moneda hundida que brillaba bajo la última luz del sol y sentía que representaba, de un modo bastante preciso y definido, algo que se hubiera perdido o ido para siempre. Estaba ahí, como fuera del tiempo, sin desgastarse, sin envejecer.
No pensé ni en el libro ni en el sueño cuando al atardecer y unas horas después de dejar el puerto del Pireo, enfilamos el gofo de Sarónica hacia la antigua cuidad estado de Egina, donde Éaco, el hijo de la ninfa que da nombre a la isla, reinó. Hacia el 1.400 antes de Cristo los aqueos establecieron en la isla estado un régimen equivalente al de los reinos micénicos del continente. Ya casi fondeados, vislumbré pinos y un hotel que se llamaba Panorama. En la orilla aún había niños en canottiera, se veían marte y júpiter y el agua de la bahía era de peso medio, escribí entonces. Egina fue la tierra de los mirmidones, los guerreros de Aquiles. El nombre proviene de la palabra hormiga, y cuenta Ovidio en sus metamorfosis que cuando la ciudad quedó asolada tras una plaga, el rey le rogó a Zeus que repoblara la ciudad. Respondiendo a sus súplicas, el dios convirtió a las hormigas que había dentro de un roble en humanos para repoblar la isla.
Me gusta releer La Ilíada con cierta frecuencia, así que el nombre de los mirmidones Éaco o Peleo, abuelo y padre de Aquiles, titilaban a pocos metros del agua ese primer día del viaje. Solo poco después cenando en la terraza de un chiringuito cercano iluminado por bombillas corridas entre unos postes, casi pegados a las rocas y el agua, supe que esta ciudad estado permanentemente enfrentada a Atenas, había sido la primera en la historia de Europa en acuñar una moneda. Leí esa noche que hacia el 620 antes de Cristo, los pesos y medidas eginetas se convirtieron en la norma en todo el mundo griego, incluida la enemiga Atenas. Las primeras monedas que salieron de esta isla argosarónica tenían en el anverso el emblema de una tortuga y estaban hechas de electrum (élektron en griego), una aleación de oro y plata, de un tono dorado más o menos pálido según la combinación de los metales. También a veces llamaban «oro verde» al electrum.
Dobles significados y anverso y reverso de la moneda, para los griegos la ousía, la palabra que designaba el ser, la sustancia, significaba igualmente la riqueza y el dinero. En el pensamiento salvaje, Levi Strauss escribe que el arte es una forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del mundo. La moneda de Egina me parece, ahora que escribo estas crónicas en el blog, un fabuloso modelo a escala de toda una civilización y a la vez, un precioso objeto extraviado que en mi sueño brillaba al atardecer en la transparencia del agua de peso medio, sin desgastarse ni envejecer, ya fuera del tiempo.