Me encanta caminar, a paso vivo o reposado, ir a pie me permite percibir lo que nos rodea con mayor intensidad y detalle, observar, oler, escuchar, saborear, tomar el pulso del lugar que piso con todos los sentidos, hacer descubrimientos insospechados.
Días atrás, un largo paseo callejeando por Budapest nos condujo a la Academia de Música para asistir a un concierto homenaje al doctor Ignar Semmelweis, “salvador de las madres”. Mientas escuchabamos el apasionado concierto para Piano nº. 2 en La mayor de Franz Liszt disfrutaba observando como los instrumentos iban trenzando tapiz musical: la melancolía del fagot y la flauta para introducir al piano que comienza ligero y va adquiriendo fuerza por momentos, la seriedad sostenida del contrabajo, acompañada de la profundidad de los timbales, los diálogos entre el piano y los cellos, alternado frases de baile con ritmos militares hasta tejer un todo apasionado, lleno de fuerza y vitalidad. La belleza de la música y de la sala con su cubierta de hojas doradas me trajeron a la memoria otras hojas y otro concierto.
Sucedió hace ya seis otoños en el Castañar del Tiemblo. Lo describo tal y como lo recuerdo y, aunque parezca un cuento, fue real.
Un domingo de octubre iniciamos el paseo bajo un cielo gris que presagiaba lluvia, el crujido de las doradas hojas bajo nuestras pisadas, el susurro del viento entre las ramas, el recorrido saltarín del riachuelo y los alegres trinos de los trepadores azules iban dotando de banda sonora al paisaje: Castaños, robles, fresnos y alisos competían en belleza con los tonos amarillos, anaranjados y verdes de sus ramas que se elevaban, en verticales troncos vestidos de gris liquen, sobre la alfombra ocre de hojas caídas.
Mediado el camino, mientras ascendíamos por una suave pendiente, empezamos a percibir una leve música lejana de origen desconocido. Al coronar la cuesta nos encontramos en una pradera iluminada por el sol tras la que se divisaba otro bosque oscurecido por pesadas nubes de tormenta y desde donde adivinamos provenía la peculiar melodía. Nos paramos a escuchar mientras la lluvia se hacía presente, poco a poco también la música se fue acercando y con ella sus intérpretes.
Doscientas cabras engalanadas con cencerros cuidadosamente afinados a golpe de martillo por su pastor formaban una singular y maravillosa orquesta. La belleza del conjunto: el bosque, la lluvia iluminada por el sol, la hermosura de los animales, el concierto y su origen nos dejó inmóviles y conmovidos. Así nos encontró el cabrero.
Miguel el talaverano nos contó con una mezcla de orgullo y tristeza que es el último de una larga estirpe de pastores, sus hijos no van a continuar la tradición. “La vida de pastor es dura pero yo no quiero otra, conozco a mis cabras y las quiero, salgo a la alborada y vuelvo a la caída del sol, si el lobo ronda de noche duermo con ellas para quitarles el miedo. Los cencerros los elijo por sus tonos y voy componiéndolos para que suenen bonito, cuando alguno se desafina lo arreglo pues es importante para el rebaño, los sonidos feos las ponen nerviosas”.
Con nosotros caminaban otros senderistas, en pareja o en grupos, ninguno de ellos percibió lo excepcional del momento, nadie se detuvo, iban inmersos en sus charlas y sus cuitas.
Al igual que nos preparamos para asistir a un concierto y guardamos respetuoso silencio para poder disfrutarlo deberíamos caminar en silencio y con los sentidos alerta para percibir la sinfonía de la naturaleza. Y es que el arte y la sensibilidad pueden aflorar en los lugares más inesperados, no necesariamente en un museo, galería o sala de conciertos, solo hay que estar atentos.
Escribía Stefan Sweig qué de todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación, y que a veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es dado en una esfera sola: en la del arte.
Siento que ese día nosotros asistimos a uno.
Gracias Miguel
Fotos y vídeo: Carlos Manterola Jara