La atmósfera de Florencia tiene algo que asemeja a un bosque oscuro, a pesar de ver siempre los cinco o seis puentes que se extienden sobre el río tranquilo. Hay arcadas, columnatas, arquitecturas del paraíso, ídolos de mármol y de hierro que casi te ciegan si les miras de frente y- claro – está la Galería. Los Uffizi, como casi todos los museos, son una narración compleja. El visitante carga con el esfuerzo, pero también con la riqueza de construir su propio recorrido.
El mío comenzó de un modo poco inspirado aunque eficaz, que recomiendo a todos los incautos que no saquen sus entradas con antelación, porque las colas vayas cuando vayas a Florencia, no duran menos de hora y media o dos horas y eso con suerte, como me dijo con gesto compungido la recepcionista del hotel esa mañana. Yo había intentado sin éxito conseguir las entradas on line el día anterior, así que cuando llegué al acceso principal del museo, opté por preguntar de nuevo en el punto de información cuanto estimaba que duraría la espera, que resultó ser la misma larguísima suma de tiempo que me habían indicado un rato antes. El resto de la conversación-en italiano- fue aproximadamente como sigue:
_Entonces tenemos que hacer la cola, vale, intenté ayer sacar los tickets en la web pero ya no pude… a ver si aguanto en pie las dos horas._
_Bueno- y la mujer de uniforme se quedó mirándome unos segundos como calibrando algo impreciso sobre mí- para no esperar tanto puede comprar las entradas en pre véndita, pero tiene que pagar cuatro euros más, en vez de 20 Euros, 24 por cada entrada. Las venden en la puerta de acceso dos, tiene que ir a la dos. _
Aunque me resultó increíble la sugerencia porque recordaba más que a una pre-venta, que obviamente no lo era, a la reventa de toda la vida, me dirigí a paso rápido al acceso dos no fuera a ser que la magia o el truco desapareciera o se esfumara a continuación, y tuviera que estar tiempo infinito bajo la fina lluvia y la humedad del Arno, apenas a un centenar de metros de distancia. Con una sola persona delante de nosotros, saqué las entradas para el pase de quince minutos después. Total de la operación: dos horas menos, cinco minutos de espera y cuatro euros más. Dejando de lado el juicio ético que merezca esta trampa de los florentinos, ahí queda el consejo para otros visitantes de los Uffizi a la desesperada.
Otro consejo: no ir cargados, o mejor, ir muy cargados y con mucho peso de volumen si es posible. Si llueve, mejor enormes paraguas de esos de mango de madera. Sí, porque en taquilla sólo aceptan pesos y tamaños grandes.
_¿Pero cómo de grande?- pregunté atónita, después de que rechazara quedarse con el abrigo y la mochila Samsonite por no ser lo bastante voluminosos-. El hombre entonces abrió enérgicamente los brazos dejando entre ellos una medida que tanto podía ser el tamaño aproximado de mi perro labrador, como el de un lavabo grande. En todo caso, mi mochila cargada con la guía, el IPad, el móvil, la cartera, un jersey y paraguas no entraban en el espacio impreciso que indicaba su gesto.
_ ¿Puedo entonces dejar el paraguas por favor?
_No, no. Solo puede dejar paraguas grandes, y señaló con desgana una ristra de esa especie que te dejan en los hoteles cuando llueve, bien grandes y con mango más bien tocho. _
Así que inicié mi “propio recorrido” de más de tres horas pertrechada de abrigo, mochila y paraguas semi-plegable. No noté en cambio el peso mientras recorría las increíbles salas de la pintura del Duecento y Trecento italiano, me sentía como andando con ligereza sobre el agua, lo mismo que cuando llegué al corazón rojo del palacio, la Tribuna, que es en realidad el primer museo de occidente, porque la idea de exponer juntas las obras de arte en un espacio ideado y pensado solo para esa función, fuera de los suntuosos armarios donde encerraban los objetos preciosos, era algo totalmente novedoso a finales del siglo XVI.
Ideada por Francisco primero de Médici, el gran duque de Toscana, apenas cuatro años antes de su repentina muerte y también de su mujer Blanca el mismo día, muy probablemente envenenados con arsénico por su propio hermano, la Tribuna tiene una sola planta octogonal con suelo de mármol policromado en forma de grandes flores. Leo que en la base había un zócalo hoy perdido con frescos de peces, pájaros, plantas y piedras de lago, que las paredes fueron forradas con terciopelo rojo carmesí y rayas doradas, las ventanas decoradas con putti, guirnaldas y figuras fantásticas y que en la bóveda, con un fondo lacado en rojo y con láminas de pan de oro a su vez apoyadas en una base de estaño, encastraron 5.780 conchas de nácar que hicieron traer a Florencia desde el océano Indico. Yo miraba ese miércoles como la luz gris de marzo entraba por la lanterna del fabuloso y conmovedor espacio, teñía de oro la cúpula e irradiaba hacia abajo, reflejándose de concha en concha, hasta crear una atmósfera que me pareció como una ensoñación, a la misma distancia del aire que del agua…ligeramente se curva la luz arrastrando consigo el tiempo. Más tarde supe que Francisco quiso que fuera una representación simbólica del universo, además de ocultar otros muchos significados, símbolos herméticos y alquímicos aún no desvelados.
Reconozco que pasé medio de largo por las atestadas salas de Botticelli, procurando obviar un poco el recorrido previsible de masas de escolares y turistas obnubilados con la audio guía en busca de iconos, y aunque pensaba insistir en mi comportamiento ligeramente displicente cuando veía mucha gente arremolinada, algo me hizo volver dos veces sobre mis pasos al dejar la sala donde estaba La Anunciación de Leonardo. No fue solo el extraño y fascinante aura que tienen sus obras cuando estás cerca. Como digo, me hice un hueco de nuevo y observé otra vez. Sin duda, la virgen tenía, en medio de esa perfección de otro mundo, un brazo disparatadamente largo, casi como si un alien interior fuera a tomar su verdadera forma de un momento a otro. En medio de una extraordinaria luz crepuscular con un fondo de oscuros árboles me fijé en las alas del segundo personaje, porque a diferencia de otros ángeles, sus alas eran de verdadero pájaro, en realidad de una poderosa ave rapaz en el momento previo a cerrarlas, sin duda estudiado tantas veces por Leonardo, obsesionado con el vuelo. Y finalmente, me di cuenta: ese ángel tenía corporeidad, el manto tocaba ya el suelo y se notaba su peso sobre la hierba, que refleja el movimiento del aire por el peso del aterrizaje pero sobre todo, tenía sombra, su propia sombra. Quien no tiene sombra, no tiene materia, no existe. También yo noté el peso de todo lo que cargaba durante un par de horas largas, y pensé en ese momento que quizá la ligereza de las horas previas tenía que ver con la ausencia de sombras en las tablas de los siglos anteriores. Vírgenes, santos, reyes magos, príncipes y ángeles aparecían como suspendidos sobre suelos refinados y coloridos, muchas veces recubiertos con alfombras y telas.
Dejé atrás el cuadro, atravesé muchas más salas y finalmente salí de nuevo a la luz gris de la calle. Había parado la llovizna fina, aunque el paraguas semi- plegable seguía pesando con toda su corporeidad de paraguas en mi mochila. Aún durante un rato que no puedo precisar si fue corto o largo sentí algo de inquietud, porque alguien sin sombra es alguien sin identidad, como si no hubiera prueba posible de su existencia material. Si no hay un cuerpo, no perteneces ya a este mundo, o eres un ángel, aunque no un ángel de Leonardo. Desde luego, había construido mi propio recorrido, pensé antes de decidir dónde hacer una comida tardía.