Cuatro miradas sobre Ishida

Cita a las siete de la tarde en el parque del Retiro, canícula de 22 de julio, para revisitar juntas la exposición “Autorretrato de otro” de Tetsuya Ishida. Fieles a nuestras idiosincrasias diversas, accidente de bici incluido, la vemos cada una a nuestra manera y tiempo. Coincidimos al final bajo la sombra de los árboles con vaso de agua-limón en mano para calmar el desasosiego que el artista nos deja. Intercambiamos impresiones.

Poco se sabe sobre la breve vida de Tetsuya Ishida (Yaizu, Shizuoka 1973- Tokio 2005). Los artículos publicados en el catálogo editado con motivo de la exposición hablan poco de su biografía; se remiten a sus cuadernos de notas, comentarios del artista y consideraciones psicológicas sobre posibles depresiones o brotes de esquizofrenia.

Nosotras preferimos adivinarlo a través de su legado, una década de furor creativo: pinturas, dibujos y escritos, elaborados desde sus últimos años en la escuela de arte en 1996 hasta su muerte en extrañas circunstancias, probablemente un suicidio. La exposición es la primera retrospectiva del artista fuera de su país, organizada por el Museo Reina Sofía en el Palacio de Velázquez de El Retiro, visitable hasta el 8 de septiembre. 70 obras perturbadoras para reflexionar.

Ishida trabaja en su pequeño estudio de Sagamihara, en un barrio obrero, próximo a una fábrica de pinturas para ahorrar gastos de transporte. Recibe a sus amigos con una taza de té verde, entre un mar de materiales que adquiere con su exiguo sueldo de media jornada en turno de noche. Conversan en voz baja mientras él pinta sin descanso, como un exorcismo o una tabla de salvación del naufragio inevitable del Japón de los años 90, sumido en una crisis económica y social sin precedentes. Sus protagonistas, siempre el mismo rostro de mirada vacía, asisten inmutables y enajenados a su maquinización, una metamorfosis kafkiana que atraviesa toda su obra. Con su ironia surrealista Ishida ilumina el desgarro de las tragedias cotidianas.

Aunque sus mensajes son directos y explícitos, un conocimiento básico de la cultura japonesa favorece su lectura comprensiva. Hay además juegos asociativos entre varias de sus obras y conviene verlas con calma para descubrirlos. Os presentamos en esta entrada las reflexiones que a cada una de nosotras nos han suscitado algunas pinturas de la exposición.

La mirada de Pame

Retirado, 1998

Elijo, entre otros que también me motivan, este cuadro de gran formato en el que se confronta tradición y deshumanización. Asistimos a un velatorio, «Tsuya» o iluminada, al más puro estilo japonés, que se celebra inmediatamente después de la muerte. La familia, de riguroso luto, situada en orden jerárquico y portando los collares de oración budistas juzu, contempla imperturbable como en lugar del exquisito ritual de cuidadoso lavado y vestido del difunto, un aséptico mecánico desmonta y embala el cuerpo por piezas.

Ishida emplea aquí también una curiosa perspectiva que nos permite contemplar la escena desde dos planos y así no perder detalle. Un mensaje claro y contundente sobre el utilitarismo y la maquinización.

Para entender mejor el brutal significado de lo que el artista nos muestra en esta obra os recomiendo ver la película «Violines en el cielo» (Departures) de Yojiro Takita.

En Ishida veo el pintor de la desesperanza, en sus personajes, siempre con el mismo rostro: yo soy tú y somos todos, percibo y reconozco el estupor y la tristeza ante el proceso de deshumanización y a la vez la súplica de ternura del niño perdido en un mundo frío.

La mirada de Maria Luisa

Contacto, 1998

Ishida es un pintor prolijo, un artesano que cuida con esmero su obra, tanto en la parte material y técnica, como en sus composiciones. La minuciosidad en el detalle revelan una personalidad metódica, poco espontanea y probablemente obsesiva. Es además muy productivo, lo que hace pensar en la enorme cantidad de tiempo que ha dedicado a su pintura, sin duda, refugio y núcleo de su universo.  

En el centro de sus escenas, que invitan a reconstruir relatos, instala a un individuo melancólico y ausente. Su paleta de colores, unas veces metálica y fría remiten a lo artificial, otras, lechosa y trasparente, a lo onírico.

El cyborg de Ishida, integra en su esencia ontológica un elemento mecánico artificial que, creado por el hombre para liberarle de cargas y molestias, acaba condicionándole hasta la esclavitud. Vaciado, aplastado y anulado como individuo, se refugia en la alienación del clon.

Despertar, 1998

En las tres obras que he escogido, Ishida pinta criaturas híbridas con distintos grados de invasión de la maquina sobre el cuerpo. Así, en Contacto_1998, la cabeza implorante es el único rasgo humano del artefacto sobre la mesa, en Despertar_1998, los niños microscopio han visto reducida su humanidad a una parte del rostro que incluye los ojos y, a pesar de ello, no son más espectrales y extraños que el resto de los compañeros de clase. Finalmente Invernadero_2003, el cyborg femenino que conserva cabeza y brazos, por su tierna actitud y disposición, es la que está mas cerca de la humana maternidad, en este caso, son las piernas que ascienden la escalera lo realmente amenazante.

¿Cuáles son los límites entre los que se mueve la humanidad de un ser? O dicho de otro modo, ¿desde dónde y hasta donde podemos considerar que un ser humano lo es, sigue conservando o ha perdido su esencia humana?

Invernadero, 2003

La mirada de Ana

El mundo distópico y desolador de Ishida no deja escapatoria, nunca llega a reconciliarse con la vida. Tan sólo un par de obras en la exposición se permiten un tenue destello de ilusión. Entre ellas, una pintura casi insignificante, sin personaje, en la que la imaginación se eleva por encima del lodazal de la vida cotidiana. Los libros, ventanas abiertas a un mundo luminoso de posibilidades, permiten la esperanza. Ishida retoma su imagen icónica de exilio interior, la frágil caja de cartón que acoge al ser y le presta lo justo para su supervivencia, para aparcarla bajo un puente al infinito: el sueño de la literatura y la poesía.

Sin título, 2004
Sin título, 1998

La mirada de Iris

Nadie sube al metro con el corazón palpitante de alegría. No recordé el libro de Murakami en el que había leído esta frase, pero caminó a mi lado poco antes de llegar a ese otro corazón, denso y oscuro del joven Ishida. Aunque había visto algo suyo en una Biennale, nada puede prepararte para esta ópera desgarrada. Igual que en alguna hermosa obra de este Autorretrato del otro, el mapa que ese día dejó en mi cuerpo fue desasosiego y una pared de llamas ardientes. Fue volver a preguntarme en que estaba yo pensando a los 21 años para haberme especializado en sociología industrial, a lo mejor porque entendí, como Ishida décadas después, la tristeza profunda de fábricas y oficinas. El mapa de ese día de julio bajó por el muslo y luego por el tobillo, para finalmente señalar con un alfiler de punta roja mi pie derecho, y quedarse clavado en lo que me dictaminaron como edema óseo, que amablemente aún me acompaña. Luego, como tantos personajes femeninos de Murakami, salí cojeando dolorosamente, aunque con cierta elegancia, de ese río en llamas.

Perdido, 2001