
De vuelta a casa, con un té matcha recién preparado, feliz de haber compartido con mi amiga 10 días de extraordinarias vivencias en Japón, me enfrento a la tarea de intentar trasmitirte con palabras mis impresiones sobre un viaje asombroso a la tierra del sol naciente.
Aunque ya había tenido algunos contactos con la cultura al comisariar una exposición sobre técnicas artísticas japonesas y otra sobre bonsais, había leído algunos artículos y el estupendo estudio “ el Crisantemo y la Espada” y el delicioso “Elogio de la Sombra” aconsejados por María Luisa, me sentía poco preparada y con algunos temores antes de emprender viaje.
¿Debería la asociación internacional de apoyo a los disléxicos solicitar que no se pongan nombres a las ciudades con las mismas letras pero orden alterado como TOKYO y KYOTO en un mismo país? ¿tendría que tener el móvil una aplicación para aclarar mapas ,sin conceptos tan confusos para una persona disléxica como derecha e izquierda? ¿Cómo iba a manejarme con un inglés rudimentario y no perderme en un país con una grafía para nosotras indescifrable?
Pertrechada con traductor automático de voz y grafía, mapas y guías varias en el móvil, desembarcamos rotas de cansancio, con la cabeza embotada de películas con ruido de motor e insomnio, en el aeropuerto de Narita y, sin entender muy bien cómo, nos encontramos sentadas en el tren bala en dirección a Kyoto. Primera sorpresa: las ventanillas nos mostraron un paisaje verde exuberante y una arquitectura gris anodina, bastante alejada de lo esperado.

Una voz amable pero extraña nos despierta para descubrir que estamos en Osaka, final de trayecto, con nuestro destino ya a nuestras espaldas. Ante nuestra cara de estupor el viajero japonés mira nuestros billetes, consulta su móvil y con la complicidad del agente de la estación nos deja instaladas en un tren de vuelta a Kyoto sin pasar por taquilla y, como no podía ser de otra manera, Ley de Murphy, el revisor, reverencia por delante, esta vez sí nos pide los billetes y en un gesto de rápida comprensión (turistas extraviadas) sonríe y los da por buenos.
En Kyoto serán dos jovencitas las que nos salvarán de nuestra desorientación, GPS en mano, conduciéndonos hasta la puerta del hotel. Tras un largo viaje llegamos por fin a nuestro destino, sin apenas mediar una palabra en inglés. Ninguna aplicación móvil es tan eficiente como la buena voluntad y la educada amabilidad, y de eso los japoneses saben mucho, no en vano sus primeros años de escolaridad se dedican a la comprensión de las emociones, el respeto, la educación en valores y la práctica del autocontrol.
En tan sólo 24 horas pude ir comprobando que los conceptos expresados por Ruth Benedict, como el mantenimiento del “On”, honor personal, familiar y de los antepasados a través de una conducta adecuada, iban encajando con la realidad como piezas en un puzle, y me ayudaban a interpretar el comportamiento y las manifestaciones de esta fascinante cultura. Lo leído adquiere una brillante realidad cuando lo vives.

Decía el mimo Marcel Marceau que la felicidad es el triunfo de la disciplina sobre uno mismo, los japoneses son maestros en esto, pero no valoran la felicidad personal como una aspiración natural y es que, tras unos exquisitos modales, hay también mucha auto represión.
El autocontrol y el respeto se manifiestan en todos los ámbitos de la vida pública. como pudimos constatar en la calle donde, efectivamente, las papeleras brillan por su ausencia, y por ende también el desagradable espectáculo de éstas desbordadas y con desperdicios esparcidos a su alrededor, tan frecuente en nuestras ciudades. Las poquísimas mascotas salen a pasear en carritos hasta el lugar que tienen asignado, extraño sí, pero no hay riesgo de pisar cacas abandonadas ni orines malolientes. Los transportes públicos absorben el tique en el torniquete de salida, los asientos de los taxis lucen fundas de níveo encaje, los revisores, conductores, pushman y trabajadores de servicios públicos llevan guantes blancos. Vimos asombradas como limpiaban las ranuras de las baldosas del metro con aspiradora.

Al sentarte a tomar un té, al recibirte en el hotel o en la mesa del restaurante lo primero que s te ofrecen es una toalla húmeda para limpiarte las manos y un vaso de agua o té, luego no hay servilleta para ponerse en la falda, porque la comida viene ya en pequeños bocados que se supone van directos a la boca sin manchar comisuras o trajes.
En los templos, palacios y restaurantes tradicionales debes entrar sin zapatos y en los hoteles te facilitan dos pares de zapatillas diferentes: uno para la habitación y otro para el cuarto de baño. En algunas tiendas también debes descalzarte antes de acceder al tatami colocado sobre tarima. Así todo se mantiene pulcramente limpio.
Lo retretes, también los públicos, tienen un sistema para desinfectar el aro de la taza, un botón para limpiarte con agua y sonidos de cascada para darte privacidad. Puedes viajar tranquilamente en hora punta en un apretado vagón de metro con la nariz bajo la axila de un oficinista que no olerás a nada, tampoco a colonia, tu vista se perderá en un mar de cabelleras brillantes.
Quizá parezca obsesivo, a mí me resulto muy grato caminar por calles limpias, usar urinarios impolutos, moverme entre personas cuidadosas y aseadas.
Este sentido de la limpieza se traslada a la higiene y el cuidado personal, cuyo mejor exponente es el “Onsen” o baño termal colectivo del que María Luisa y yo pudimos comprobar sus beneficios casi a diario. Se trata de un ritual que va más allá del simple aseo para convertirse en un momento placentero de cuidado personal de cuerpo y espíritu. Comienza con un meticuloso enjabonado del cuerpo, sentada sobre una banquetita de madera y un aclarado con ducha y cubos de agua, que puede durar hasta 25 minutos, para pasar a sumergirse en un estaque de agua termal a 40º C que reactiva la circulación, deshace las contracturas y elimina las tensiones del día. Tras el secado con una pequeña toalla que se puede llevar sobre la cabeza, se viste un pijama tradicional, Jinbei, y se pasa a una sala con tatamis donde puedes refrescarte con un helado natural de frutas mientras charlas con tus amigas. En el cartel del hotel se recomienda no repetir el proceso más de tres veces al día.

Y sin embargo, siendo tan limpios y cuidadosos, me cuesta comprender por qué generan una cantidad pasmosa de residuos artificiales no biodegradables: todo viene envuelto en pequeñas porciones, ¿quizá para preservarlos de la altísima humedad?que se reúnen en cajas y cajitas que luego se recogen también en bolsitas individuales. Pero eso sí, tus residuos los guardas tú y los tiras, limpios y escrupulosamente separados para el reciclaje en casa, o en la habitación del hotel.
Me extrañó como a María Luisa la escasez de parques hasta que descubrí los jardines de los templos y palacios, verdaderas obras de arte. En ellos cada elemento, piedra, arbusto, linterna, estanque, sendero, puente o planta ocupan su “lugar correspondiente” para crear armonía y equilibrio, generando una increíble sensación de paz, esa paz que cultivan de forma decidida y consciente como un preciado bien individual y colectivo a través del orden y la jerarquía, pues para ellos es también importante saber y ocupar el lugar que les corresponde. De ahí es fácil entender las ordenadas filas para abordar el metro, marcadas en el suelo, así como el uso de los pasillos y escaleras divididos en dirección subida-bajada, entrada-salida.
Las explicaciones de Ruth Benedict (a estas alturas estarás ya deseando leer el libro) sobre la separación de los ámbitos de la vida en esferas independientes, a la vez que su carácter insular y su secular aislamiento, que les hacen valorar mucho el espacio individual y la soledad, me ayudaron a comprender el curioso funcionamiento de los restaurantes de ramen o suchi donde cada comensal tiene asignada una mesa cabina y apenas tiene contacto con la persona que prepara o sirve la comida.
Puede que también, a parte del clima, sea ésta la razón de la falta de bancos o terrazas. Quizá esos lugares de encuentro que buscábamos estén en los jardines de los templos, en el interior de las casas o en en la intimidad de un Onsen.

Su maravillosa artesanía, la cuidadosa selección y elaboración de los objetos de uso diario, como los recipientes para la comida, tan importantes en un restaurante tradicional sobre tatami como en uno de comida rápida: pocillos, platillos y cuencos de una cuidada manufactura con diferentes formas y texturas adecuadas a cada preparación; la delicadeza en los finísimos objetos de madera lacada, papeles estampados, sedas, adornos florales y sus exquisitos modales nos hablan de una cultura refinada, donde todo está cuidadosamente pensado y todo se hace de forma consciente.

¡Arigato goza y mas! Japón. ¡Muchas Gracias Malú!