Hace un tiempo ya que abandoné la lectura de novelas de actualidad para ir cubriendo las enormes lagunas que tengo de obras clásicas. El tiempo es un bien escaso y, a riesgo de perderme muchas cosas de hoy, prefiero leer a los grandes de la literatura universal. Toda elección encarna una renuncia y ésta es una perdida que asumo.

A los curiosos nos pasa que cuando leemos una de esas obras, como la Odisea, cuya influencia está más allá de la literatura porque lo que trasmite es el alma griega y sin ella, hoy, milenios más tarde, no podemos entender nuestra cultura europea, pues arte, filosofía, ciencia, literatura, política… y valores morales actuales, son hijas de aquella; queremos saber qué fue de sus personajes tras el fin de la narración. Reales o de ficción son personajes trascendentales en los que nos sentimos atrapados por su mágico influjo. Un año atrás leí la Ilíada –y que escribí la entrada “El dilema de Aquiles” en este blog – y ahora, al leer la Odisea –dedicada al retorno a su patria de uno de sus protagonistas-, me ha sorprendido volverme a encontrar con muchos de aquellos. La Odisea es, de algún modo, una continuación de la Ilíada, una suerte de segunda parte. Helena, por ejemplo, que Homero la situaba como causante pasiva de la guerra de Troya, reaparece en la Odisea en el palacio de Menelao, el esposo al que Paris se la raptó, dando inicio a diez años de guerras entre aqueos y troyanos.
En la Odisea, Helena se explica así (Canto IV)
“…sentía en mi corazón el deseo de volver a mi casa y deploraba el error que me había puesto Afrodita cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y hube de abandonar a mi hija, el tálamo y un marido que a nadie le cede ni en inteligencia ni en gallardía.”
Imaginando esta escena en la que Homero pone en boca de Helena esta justificación tan poco responsable, casi indolente, pensé en lo absurdo y leve que fue el desencadenante de la cruel guerra. Bien podrían habérsela ahorrado , aunque en ese caso, no tendríamos la Ilíada, y eso sí que hubiera sido una tragedia.
En la Odisea, Homero compone su poema épico oral del errabundo Odiseo, más conocido por su nombre romano de Ulises, sobre el regreso del héroe a la patria tierra. Compuesta en el siglo VIII a. C, a decir por los filólogos, veinte años después de la Iliada, obra de juventud. La Odisea es mucho más rica en paisajes, individuos, historias y anécdotas, mezcla entre lugares y personajes reales, y otros imaginados y fantásticos. Frente a una cierta repetición de luchas y batallas de la Iliada, la Odisea es divertida, dinámica, muy creativa, tanto poética y metafóricamente, como en argumento y sucesos.

Como todo viaje, el de Ulises es un viaje iniciático donde ha tenido que decidir sobre cuestiones éticas que le transformarán. Si para Aquiles el dilema fue luchar a sabiendas de su pronta muerte permaneciendo para siempre en el recuerdo como héroe o vivir una larga y cómoda vida en Esciros, a Odiseo se le plantea un dilema similar entre vivir con la ninfa Calipso siendo inmortal, o regresar a su patria pasando las penalidades del viaje. En ambos casos los héroes eligen la mortalidad, tal vez porque lleva aparejada el recuerdo que la historia dejará de ellos. Trascender en el recuerdo es una forma más potente de inmortalidad que vivir un eterno presente.

En 1825 Goya se encontraba en Burdeos, donde se había exiliado por temor a las represalias tras el regreso de Fernando VII a España. Tenía 78 años. Desde allí escribe la carta a su amigo Martín Zapater de la que se ha extractado el título “Solo la voluntad me sobra” de la magnífica exposición de dibujos, más de 300, que todavía se puede ver en el Prado (ya solo hasta el 16 de febrero):
Agradézcame Ud. mucho estas malas letras, porque ni vista, ni pulso, ni pluma ni tintero, todo me falta y solo la voluntad me sobra.
Pocas personas como Goya demostraron a lo largo de su vida esa férrea voluntad, insobornable a éxitos y persecuciones, a enfermedades, a admiradores y envidiosos, a académicos y amantes.
En 1819, año de la inauguración del Prado – en cuyas salas se colgaron dos pinturas suyas que él ya pudo ver expuestas-, Goya pasa por una grave enfermedad, posiblemente tifus. Podía haber sido su final y así lo debió de sentir él mismo cuando pintó el Autorretrato con su médico Arrieta, casi moribundo, con un fondo negro rodeado de Parcas. Por fortuna no fue así, se recuperó y todavía pintó todo el ciclo de las Pinturas negras, fundamentales para el desarrollo del arte contemporáneo.

Solo la voluntad hace que deseemos y ejerzamos la libertad, ese impulso, esa determinación que nos impele a la acción acorde con nuestro objetivo vital. Pero el cumplimiento de la ambición ha de contar con el concurso del destino, de las circunstancias, de lo que determinen los dioses.
Como Helena, que nada pudo hacer ante el empeño de Afrodita de arrastrarla con Paris a Troya y provocar la guerra; como Odiseo, que por muchos deseos que tuviera tardó 10 años en regresar a Itaca porque Poseidón se lo impedía, o como Goya que por más voluntad que le sobrara, la edad, las enfermedades y el entorno político y social de su España le obligaron a exiliarse.
El neurocientífico, Juan Lerma, en una reciente entrevista en El País, a pesar de que confiesa que todavía se sabe muy poco del cerebro, nos dice que no existe el libre albedrío
(…) el albedrío está marcado por tu propia experiencia. Y ésta está marcada por tu educación, por tu infancia, está marcado por tu entorno y, por tanto, digamos que tú eres prisionero de tus propios recuerdos y de tu propia experiencia. No eres libre. https://elpais.com/elpais/2020/01/30/ciencia/1580340536_340428.html
Uno de los padres de esa alma griega y del pensamiento occidental, Aristóteles –Ética a Nicómaco-, nos habla de la actividad vital, de la virtud como esencia de la felicidad, que no se adquiere más que con el ejercicio. La virtud como una condición intermedia entre dos extremos viciosos. Solo es acción moral merecedora de elogio o reproche aquella que es voluntaria, que nace de la voluntad, de la libertad, y por tanto entraña una responsabilidad.
Me resulta difícil mantener hoy el convencimiento entusiasta que siempre he defendido sobre la libertad del hombre. Me temo que sea la edad.