
¡Sólo tres personas dentro de la oficina, por favor!-me ha gritado desde el mostrador la dependienta de Correos-. Llevaba una mascarilla con filtro, de las que apenas llegan al personal sanitario. Un plástico transparente tendido entre columnas la aislaba de los clientes. Sobre su pelo, sospechosamente opaco, un calendario de cubos mostraba una fecha anodina: 17 marzo 2020, un día estúpido en un mundo… ¿irreconocible? ¿distópico? ¿abatido? ¿cruel?. El primer turno era para un hombre de edad media, con aspecto del Este; ha recogido un envío de 5.75 euros. Delante de mí, un anciano desprotegido – los ancianos no tienen guantes ni mascarillas, las existencias estaban agotadas cuando quisieron comprarlas y muchos no manejan Internet- no ha podido recoger un envío para su esposa, necesitaba una autorización escrita. Encamada, no sabe escribir, ha dicho. Pues tendrá que escribirlo él y volver. Otra vez, sin guantes y sin mascarilla. Estaba yo en primera línea cuando una mujer ha entrado precipitadamente. -Póngase en aquella esquina, por favor-, le han dicho. -No es necesario, yo soy médico y sé de esto; basta con un metro de distancia-, ha contestado rechula. Pero se ha ido a la esquina, castigada. Mi turno ha durado una eternidad, al parecer no hay correo certificado urgente estos días. El sobre acolchado llegará a Londres cuando sea, y Javier recibirá, espero que a tiempo, su paquete blanco-negro de doble contenido: mascarillas dentro y una película con cientos de Coronavirus en la superficie. Y es que nada es puro y sin mezcla. Mamá, no seas histérica…
Si, soy algo neurótica. Y quién no, si ve lo que los médicos vivimos caaada día. Antes de salir de casa, me he planificado una estrategia de malabarismos para no tocar nada y, a la vez, no contaminar mis cosas. Increíbles mis pasadas de guantes, llaves, mascarilla, toallitas, sobre y teléfono como si fueran bolas, mazas, diábolos, aros y bastones del diablo. Sólo una vez se me han caído las llaves, tengo que entrenar más. De vuelta a casa, en la calle desierta (la calle desierta, la noche ideallll … qué tiempos) unos distribuidores de celulosas Renova cumplían con su oficio en un supermercado de barrio. He visto decenas de paquetes apilados en la furgoneta, tenía las puertas abiertas de par en par. Si este mundo muere, parece que lo hará limpiamente.
Todo porque hoy no trabajo. Mi jefe ha minimizado el número de anestesiólogos en el hospital, sólo la guardia y un pequeño refuerzo. En apenas unos días tengo varios compañeros Covid (+) y otros tantos están aislados, con y sin síntomas. El hospital se ha convertido en un frente de guerra y se intenta preservar al máximo nuestra salud. Hoy me quedo en el banquillo, a la espera de ese calienta que sales que nos decimos unos a otros por los pasillos. En nuestro medio se sabe que los anestesistas tenemos un punto socarrón y locatis, un punto a secas, el sobrenadante de vitalidad necesario para compensar nuestra experiencia cotidiana. En fin, que voy calentando para mis guardias de viernes y lunes. Y lo peor: pienso contarlas. Aquí.
Entretanto, confinamiento. Para esto estoy entrenada, no necesito calentar. Diría, como Eduardo Galeano, que en el espacio breve de mi casa cabe toda mi libertad y sobra sitio. En este reino soy rey. En él, no necesito ser feliz.
He subido los 10 pisos andando, lo hago desde que se conoció la epidemia en España. Me lleva menos de 3 minutos. En ese breve tiempo he visto 15 ó 20 paquetes vacíos de Amazon en las puertas de servicio de los apartamentos, donde acostumbramos a dejar las basuras. No sé los amigos de Xi Jinping, pero Jeff Bezos está bordando su imperio. Justo anoche recibimos un correo del administrador de la comunidad de vecinos con varias recomendaciones. Decía: Se ruega a los propietarios disminuir en lo posible la recepción de paquetes en la finca. Me parto. Siguiendo sus dictámenes al pie de la letra, a lo largo del día recibiré mi última adquisición para el gimnasio que he improvisado en estos días: una barra de musculación con pesas. Ahora todo el mundo hace deporte en su casa, incluídos los que no lo hacían nunca. También me parto. Y ah!, tengo en marcha otro pedido de Zara, qué mona y qué ingenua.
Ya en casa, me lavo las manos mientras me miro al espejo. La mascarilla ha dejado una huella rojiza en el caballete de mi nariz. Ahora comienza mi día de confinamiento.
Feliz libertad interior a todos.

Imagen de portada. Youssef Nabil. Ghada with Canvas Behind.