El éxodo que vendrá

De las casi treinta entradas que he escrito en el Vapor, creo que esta de hoy será la que casi nadie leerá, porque no es verdad que en  este extraño confinamiento tengamos tanto tiempo ni tanta disposición para escuchar, y la lectura siempre es un modo de escucha. Habrá excepciones, pero los que tele trabajan apenas levantan la cabeza del ordenador, quienes tienen sus negocios cerrados, sus nóminas  pendientes de un hilo o directamente ya no tienen ingresos no me parece que tengan muchas ganas de entender al otro en sus disquisiciones, a la mayoría nos cuesta concentrarnos más allá del bucle de noticias y análisis y novedades sobre lo mismo, por no hablar de  quienes están hora sobre hora entreteniendo a niños o adolescentes, o pendientes de algún enfermo o en un solitario proceso de duelo. Por si alguno queda fuera de esta lista, se me ocurre reflexionar sobre la aceleración- que sin ninguna duda llegará- del éxodo de las grandes urbes. No me refiero solo al uso masivo  de quien tenga segunda residencia en estos meses, ni a la previsible subida en el maltrecho mercado inmobiliario de todo lo que tenga espacio con cierto aislamiento, no. Estoy hablando de decisiones que tomarán los jóvenes que ahora tienen, dieciocho, veinte, treinta años  cuando planeen su futuro y sus familias propias.

Y lo que harán será irse. Un enorme éxodo para abandonar espacios masificados que se han demostrado increíblemente vulnerables ante las pandemias, la actual y las que pueden venir, muy inhóspitos de vivir cuando los espacios interiores ganan obligatoriamente terreno  pero el precio por metro cuadrado es inasequible y donde los largos desplazamientos en transporte público empiezan a ser inasumibles por el temor colectivo. Una retracción  en toda regla de lo urbano, al menos como se ha entendido hasta ahora.

Se irán de la gran ciudad, porque en los pueblos y en las urbes pequeñas o medianas  estará su futuro. Y será así porque  es un paso esencial en la lógica del ahorro del consumo de suelo, de eficiencia energética. Una refundación de los espacios de economías circulares que serán una de las respuestas  a la crisis climática  y no solo a la crisis de la pandemia que nos asola, para muchos estrechamente interrelacionadas.

Sin duda serán imprescindible políticas ambiciosas para superar del todo la brecha digital, planificar infraestructuras de comunicación que no respondan a modelos caducos como las grandes autovías o un sistema ferroviario diseñado en el siglo XIX, incentivos fiscales y medidas de protección del patrimonio arquitectónico y cultural de estos núcleos de población (El programa de transición ecológica y reto demográfico impulsado por la ministra Rivera va en esta línea, igual que otras iniciativas en países próximos). Pero sobre todo, será posible porque el modelo de gran urbe como espacio de promesas, de liberación y de futuro se ha quedado varado en algún punto de este segundo milenio. Porque ha enraizado  el convencimiento profundo de que se vive mejor fuera de las megalópolis, que se puede hacer y que no hay otra forma para salir del bucle del hiperconsumo masificado, la degradación ambiental y la enfermedad. Será también un cambio de vida, un giro  en las biografías individuales que escribirán una nueva epopeya de éxodo.

Por el momento, todos desearíamos estar en La Graciosa, o en Formentera o similar, que parece van a salir bastante tranquilos en unos días  a la calle. Me temo que, como los niños que el  fin de semana pasado se quedaron parados en la puerta de casa con el casco  puesto y la bici en la mano, muchos de nosotros querremos también dar la vuelta y meternos en casa el día que nos toque bajar a la parada del autobús. Yo que tú, no me subía.