Libres

Tengo el privilegio y la fortuna de vivir a escasos pasos de un hermoso bosque y allí dirigí mis pasos para celebrar mi recién estrenada libertad, con la ilusión de saludar un mundo nuevo. Esperaba el verde mayo brillante, la caricia del sol, el aroma de las jaras, el susurro de los pinos recortando sus copas sobre el azul velazqueño del cielo, el ideal de un paisaje pristino imaginado en 51 días de confinamiento absoluto. Creía que lo recordaría como el primer beso.

Con ingenua sorpresa descubrí que la celebración iba a ser pero que muy concurrida.  Ciclistas y corredores, pre y post confinamiento, repartían aliento jadeante y gotitas de sudor con mucha generosidad y cercanía.  Los perros correteaban sueltos mientras abuelos, nietos, grupos de jóvenes y amigos charlaban detenidos en los senderos incumpliendo normas y franjas horarias, convirtiendo mi sueño en pesadilla. Nada que no hayáis visto en televisión.

Los esfuerzos realizados por todos los colectivos profesionales y ciudadanos: sanitarios, profesores, cuerpos de seguridad y voluntarios, transportistas, artistas, empleados de abastos, agricultores, hosteleros, madres y padres multitarea, estudiantes aplicados; todas las muestras de solidaridad, los mensajes en redes, las reflexiones, las imágenes del planeta descontaminado, los aplausos, me habían hecho creer que este pequeño virus nos había provocado un cambio de mentalidad. Quise pensar que nuestros políticos por fin iban a ponerse de acuerdo y velarían por el bien común, que de ahora en adelante se daría importancia a la investigación, que se corregiría la precariedad laboral, se tomaría conciencia de la necesidad de tener unas infraestructuras sanitarias y educativas adecuadas a la población, que se diseñaría una nueva planificación urbanística más humana y más digna, que daríamos el lugar que se merecen a las artes y las humanidades, que tomaríamos conciencia de la importancia de fortalecer el tejido industrial; que por fin se compensaría la desigualdad social, tan patente durante el confinamiento…

Pero allí estábamos todos, saltándonos las normas, sintiéndonos invulnerables, con las mismas actitudes antiguas e insolidarias.  Como si la pandemía ya estuviese superada y olvidada.

En las copas de los árboles los pájaros nos daban la bienvenida con sus hermosos trinos pero los hombres, corríamos con los casquitos bien embutidos en las orejas, víctimas de sordera mental.

Los alemanes o los suizos no han necesitado normas, solo recomendaciones, pues están deseando cumplirlas, para los japoneses es simplemente inimaginable no seguir fielmente las instrucciones. Para nosotros cada norma es una invitación a infringirla. ¿Consiste acaso la libertad en desafiar cualquier norma? ¿Prima la libertad individual, como defienden los norteamericanos, sobre la colectiva?

Quizá, además de las densidades de población, las ratios de infraestructuras y servicios sanitarios por habitante , sean las idiosincrasias las que expliquen las cifras de la pandemia.

Porque somos libres si, pero también esclavos de nosotros mismos.


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