¿Y tú lloras?

¿Qué pedimos a una novela cuando cae en nuestras manos? ¿Qué hace que, una vez acariciada y presentida, decidamos abrirnos a su historia, la que no vivimos pero que, pasado el umbral de la última página será también la nuestra? Entretenimiento, diversión, aprendizaje, electricidad, catarsis; todo es legítimo y siempre se suman varios efectos. Hay, sin embargo, una impresión que tiene para mí mayor altura y es que su lectura me conmueva. Una novela que conmueve se convierte en una intrahistoria de nuestra historia personal. Al fin y al cabo, una historia es una cadena de sucesos y circunstancias que nos transforma y, en la vida adulta, lo verdaderamente transformador es lo que nos emociona. Conmover es lo último y lo mas -lo dijo Cicerón: enseñar, deleitar, conmover– porque sólo conmueve la verdad. Y así nos llegan a lo mas hondo los libros, la música, el arte, las experiencias, y las personas que nos conmueven. La verdad es lo mas interesante de la literatura. Y la verdad destella cuando la pluma y el corazón tienen una misma cadencia.

Es lo que quiero decir de tres novelas que traigo hoy al Vapor: El olvido que seremos (Héctor Abad Faciolince); El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Tatiana Țîbuleac) y Ordesa (Manuel Vilas) -las cito en el orden en que las he leído-, que conmueven. Por si alguien tiene la suerte de no haberlas leído aún y quiere acompañar los placeres del descanso estival con un buen libro. Intento convencer a mis hijos para que las hagan suyas pero no me hacen caso, ay… Como escribe Manuel Vilas, están construyendo el camino por el que yo algún día he de volver a ellos.

Tienen en común el tema y la mirada: la conciencia del vacío y la melancolía que produce, para siempre, la orfandad. Con formas y dinámicas narrativas diferentes, la ficción en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, la biografía sentida de un padre en el texto de Abad Faciolince, y la larga conversación que Manuel Vilas mantiene consigo mismo en Ordesa, las tres son un viaje hacia el pasado, hacia el misterio y la grandeza de los padres, héroes anónimos, somos seres fundados sobre otros seres. Imperceptible pero homérico en realidad, un viaje de reconocimiento y emancipación. Comienzan así:

Un niño de la mano de su padre

Los ojos de mi madre eran un despropósito

Contiene alegría el pasado. El pasado es amor también. No hay alienación en el pasado

Tres historias de amor imprescindibles para aquellos que hayan perdido a sus padres, urgentes para los que aún los tenemos. Hay en ellas tensión y nostalgia, una honradez que descerraja, un desgarro que duele al tiempo que da consistencia y plenitud. La generosidad de Abad Faciolince y el trasfondo de violencia en América Latina; la despedida y sus delicadas metáforas en la novela de Tatiana Țîbuleac; la insoportable lucidez del testamento vital de Manuel Vilas, que usa las palabras como usara las balas un pistolero legendario.

Si alguien me pregunta con cuál de tras tres me quedo, lo tengo claro: con las tres. Con las tres he llorado. Me gusta, me gusta llorar como hacen los héroes y los dioses; no por miedo, por rabia o por tristeza, me gusta llorar de emoción. ¿Y tú lloras?

Feliz verano. Con libros. Siempre.

Ya somos el olvido que seremos.

El polvo elemental que nos ignora

y que fue el rojo Adán y que es ahora

todos los hombres y los que seremos.

Imagen de portada: Sally Mann. Immediate family. 1992.